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El Teatro de la Crueldad
Primer Manifiesto (1932)
Cuando Antonin Artaud llegó a París (1920), tenía
24 años y una larga experiencia como interno en instituciones
psiquiátricas. No en vano considerado el más grande
de los malditos del siglo XX -Baudelaire, Rimbaud y Verlaine escriben
en el XIX- el desequilibrio de este poeta dramático es anterior
a sus primeras publicaciones. Cabe por tanto suponer que la inspiración
de sus teorías sobre la escena -herederas de las propuestas
de Alfred Jarry y recogidas con posterioridad por Jean Genet- están
horadadas de una u otra manera por el desequilibrio. Sólo desde
la alienación, desde la lucidez de la alienación, claro
está, puede alumbrarse la revolución que Artaud concibió
para el teatro.
Nacido en Marsella el 4 de septiembre de 1896, fue su padre un armador
de la ciudad casado con una mujer de ascendencia griega. Estudiante
aún en el colegio del Sagrado Corazón, el joven Antonin
sufrió sus primeros delirios con tan solo 16 primaveras, por
aquellos mismos días acababa de descubrir la poesía.
Tras permanecer 6 años recluido, la mejoría que experimenta
en 1918 le permite volver a la calle. Reúne sus primeros versos
bajo el título de 'Trictac del ciel' (1924). A raíz
de la publicación entra en contacto con André Breton,
quien acaba de hacer público a su vez el primer manifiesto
surrealista.
Adalid
del surrealismo
Ni
que decir tiene que Artaud, a quien sus desarreglos han llevado
a esa zona del espíritu a la que apunta Breton, "donde
la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, el pasado y el futuro,
lo de arriba y lo de abajo, dejan de percibirse contradictoriamente",
se convierte en uno de los adalides de la Revolución Surrealista.
Sin embargo, su ruptura con el grupo (1928) será sonada y
no tardará en producirse. Surrealista aún, ha publicado
un volumen de prosas -'El pesanervios' (1925)- y, ya comenzándose
a distanciar, ha fundado el Teatro Alfred Jarry.
El
absoluto fracaso de sus primeros montajes, le lleva a refugiarse
en la teoría. Postula por cierto "teatro de la crueldad".
En líneas generales, éste puede definirse como aquél
que apuesta por impacto violento en el espectador. Para ello, las
acciones, casi siempre violentas, se anteponen a las palabras, liberando
así el subconsciente en contra de la razón y la lógica.
Tal vez fueran sus concepciones del teatro las que llevaron a Artaud
a buscar trabajo como actor de cine. Así será el Marat
de "Napoleón", que Abel Gance rueda en 1926; el
hermano Krassien de "La pasión de Juana de Arco",
dirigida por Carl Th. Dreyer en 1928, y el Savonarola de "Lucrecia
Borgia" (1935), donde vuelve a colaborar con Gance. Su actividad
cinematográfica, que también le lleva a escribir guiones,
no le impide seguir elaborando sus teorías teatrales. De
esta manera, en alternancia a la publicación de sus novelas
-'Le Moine' (1931), 'Heliogábalo' (1934)- da a la estampa
el 'Manifeste du Théâtre de la Cruanté' (1932)
y otros ensayos sobre la misma materia: el reciente descubrimiento
del teatro balinés, ha marcado profundamente sus concepciones
de la escena.
Viaje
a México
Pero
el público sigue sin concederle su favor. Tras el nuevo fracaso
que supone el estreno de 'Los Cenci' en 1935, drama basado en el
relato de Stendhal, Artaud abandona definitivamente el medio. Abominando
de la cultura occidental, parte a México, donde vivirá
durante varios meses con los indios tarahumaras, habitantes de la
Sierra Madre y consumidores habituales de peyote y demás
hongos alucinógenos. A buen seguro que la experiencia con
estas sustancias, a las que sin duda se entregó en su etapa
mexicana, fue a potenciar su desequilibrios mentales.
De
nuevo en Europa (1937), otra vez con la razón minada, publica
'Los tarahumaras' y viaja a Irlanda. En Dublín vivirá
en la más absoluta pobreza, pero será durante la travesía
de regreso a Francia cuando sus delirios vuelven a llevarle al manicomio
apenas toca tierra. En esta ocasión permanecerá diez
años recluido. Cuando regresa a París, en 1947, es
reconocido como el padre de la nueva escena. Una recopilación
de sus ensayos aparecida en 1938 con el título de 'El teatro
y su doble' ha hecho que el antiguo alucinado ahora sea un genio.
Convertido ya en el gran visionario del teatro contemporáneo,
publica 'Lettres de Rodez' (1946) y 'Van Gogh, le Suicidé
de la Société' (1947). Su obra más conocida,
'Para acabar con el juicio de Dios' (1948), es póstuma: Antonin
Artaud muere el 4 de marzo de ese mismo año, unos meses antes
de su llegada a las librerías.
Artaud (1896-1948): árbol incandescente en un territorio yermo.
Actor en Juana de Arco de Dreyer; hebra inspirada dentro del surrealismo,
que lo expulsa al poco tiempo por negarse al compromiso político
partidario. Primera expulsión, existencia en la soledad y una
frontera, que luego cobrará la forma de los largos períodos
de internación psiquiátrica que Artaud padecerá.
En 1933, concibe el primer manifiesto del Teatro de la Crueldad. Su
intención es verter un fuego arcaico sobre la escena teatral.
Le reprocha al teatro clásico el exceso de preocupación
por los conflictos humanos, la separación entre público
y escenario, y el predominio del texto sobre el cuerpo y su gestualidad.
El teatro debe ser altar vibratorio donde el hombre se reúna
con fuerzas cósmicas divinas; el teatro debe convertir al espacio
en cuarzo mágico donde la percepción humana se acalore
en una luz trascendente. De ahí la valoración de Artaud
del teatro oriental, balinés, donde el cuerpo expresa, a través
del gesto y el color, el encuentro entre lo humano y un mundo mítico
y divino, universal y ancestral. La pasión de Artaud por un
arte sensitivo fogonea su célebre viaje al país de los
tarahumaras, pueblo indígena de México, en 1936. Su
deseo es convivir con seres que aún perciban el universo como
fucilazo sagrado. Además de la relación entre el Teatro
de la Crueldad y el Oriente, Artaud atisba una profunda afinidad entre
el teatro auténtico (teatro arquetípico en su denominación)
y la alquimia. Desde este momento de Temakel, es nuestro próposito
alentar un encuentro con Artaud, la lectura sensible de su mundo creador
que es prolongación del asombro del hombre arcaico ante el
enigmático juego de fuerzas sagradas del universo.
No podemos seguir prostituyendo la idea del teatro, que tiene un único
valor: su relación atroz y mágica con la realidad y
el peligro.
Así plateado, el problema del teatro debe atraer la atención
general, sobreentendiéndose que el teatro, por su aspecto
físico, y porque requiere expresión en el espacio
(en verdad la única expresión real) permite que los
medios mágicos del arte y la palabra se ejerzan orgánicamente
y por entero, como exorcismos renovados. O sea que el teatro no
recuperará sus específicos poderes de acción
si antes no se le devuelve su lenguaje.
En vez de asistir en textos que se consideran definitivos y sagrados
importa ante todo romper la sujeción del teatro al texto,
y recobrar la noción de un especie de lenguaje único
a medio camino entre le gesto y el pensamiento.
Este lenguaje no puede definirse sino como posible expresión
dinámica y en el espacio, opuesta a las posibilidades expresivas
del lenguaje hablado. Y el teatro puede utilizar aún de este
lenguaje sus posibilidades de expansión (más allá
de las palabras), de desarrollo en el espacio, de acción
disociadora y vibratoria sobre la sensibilidad. Aquí interviene
en las entonaciones, la pronunciación particular de una palabra.
Aquí interviene (además del lenguaje auditivo de los
sonidos) el lenguaje visual de los objetos, los movimientos, los
gestos, las actitudes, pero sólo si prolongamos el sentido,
las fisonomías, las combinaciones de palabras hasta transformarlas
en signos, y hacemos de esos signos una especie de alfabeto. Una
vez que hayamos cobrado conciencia de ese lenguaje en el espacio,
lenguaje de sonidos, gritos, luces, onomatopeyas, el teatro debe
organizarlo en verdaderos jeroglíficos, con el auxilio de
objetos y personajes, utilizando sus simbolismos y sus correspondencias
en relación con todos los órganos y en todos los niveles.
Se trata, pues, para el teatro, de crear una metafísica de
la palabra, del gesto, de la expresión para rescatarlo de
su servidumbre a la psicología y a los intereses humanos.
Pero nada de esto servirá si detrás de ese esfuerzo
no hay una suerte de inclinación metafísica real,
una apelación a ciertas ideas insólitas que por su
misma naturaleza son ilimitadas, y no pueden ser descritas formalmente.
Estas ideas acerca de la Creación, el Devenir, el Caos, son
todas de orden cósmico y nos permiten vislumbrar un dominio
que el teatro desconoce hoy totalmente, y ellas permitirán
crear una especie de apasionada ecuación entre el Hombre,
la Sociedad, la Naturaleza y los Objetos.
No se trata,
por otra parte, de poner directamente en escena ideas metafísicas,
sino de crear algo así como tentaciones, ecuaciones de aire
en torno a estas ideas. Y el humor con su anarquía, la poesía
con su simbolismo y sus imágenes nos dan una primera noción
acerca de los medios de analizar esas ideas.
Hemos de referirnos ahora al aspecto únicamente material
de ese lenguaje. Es decir, a todas las maneras y medios con que
cuenta para actuar sobre la sensibilidad.
Sería vano decir que incluye la música, la danza,
la pantomima, o la mímica. Es evidente que utiliza movimientos,
armonías, ritmos, pero sólo en cuanto concurren a
una especie de expresión central sin favorecer a un arte
particular. Lo que no quiere decir tampoco que no utilice hechos
ordinarios, pasiones ordinarias, pero como un
trampolín, del mismo modo que el HUMOR-DESTRUCCIÓN
puede conciliar la risa con los hábitos de la razón.
Pero con un sentido completamente oriental de la expresión,
ese lenguaje objetivo y concreto del teatro fascina y tiende un
lazo a los órganos. Penetra en la sensibilidad. Abandonando
los usos occidentales de la palabra, transforma los vocablos en
encantamientos. Da extensión a la voz. Aprovecha las vibraciones
y las cualidades de la voz. Hace que el movimiento de los pies acompañe
desordenadamente los ritmos. Muele sonidos. Trata de exaltar, de
entorpecer, de encantar, de detener la sensibilidad. Libera el sentido
de un nuevo lirismo del gesto que por su precipitación o
su amplitud aérea concluye por sobrepasar el lirismo de las
palabras. Rompe en fin la sujeción intelectual del lenguaje,
prestándole el sentido de una intelectualidad nueva y más
profunda que se oculta bajo gestos y bajo signos elevados a la dignidad
de exorcismos particulares.
Pues todo este magnetismo y toda esta poesía y sus medios
directos de encanto nada significarían si no lograran poner
físicamente el espíritu en el camino de alguna otra
cosa, si el verdadero teatro no pudiera darnos el sentido de una
creación de la que sólo poseemos una cara, pero que
se completa en otros planos.
Y poco importa que estos otros planos sean conquistados realmente
o no por el espíritu, es decir, por la inteligencia, pues
eso sería disminuirlos, lo que no tiene interés ni
sentido. Lo importante es poner la sensibilidad, por medios ciertos,
en un estado de percepción más profunda y más
fina, y tal es el objeto de la magia y de los ritos de los que el
teatro es sólo el reflejo.
TÉCNICA
Se trata pues de hacer del teatro, en el sentido cabal de la palabra,
una función; algo tan localizado y tan preciso como la circulación
de la sangre por las arterias, o el desarrollo, caótico en
apariencia, de las imágenes del sueño en el cerebro,
y esto por un encadenamiento eficaz, por un verdadero esclarecimiento
de la atención.
El teatro sólo podrá ser nuevamente el mismo, ser
un medio de auténtica ilusión, cuando proporcione
al espectador verdaderos precipitados de sueños, donde su
gusto por el crimen, sus obsesiones eróticas, su salvajismo,
sus quimeras, su sentido utópico de la vida y de las cosas
y hasta su canibalismo desborden en un plano no fingido e ilusorio,
sino interior.
En otros términos, el teatro debe perseguir por todos los
medios un replanteo, no sólo de todos los aspectos del mundo
objetivo y descriptivo externo, sino también del mundo interno,
es decir del hombre considerado metafísicamente. Sólo
así, nos parece, podrá hablarse otra vez en el teatro
de los derechos de la imaginación. Nada significan el humor,
la poesía, la imaginación si por medio de una destrucción
anárquica generadora de una prodigiosa emancipación
de formas que constituirán todo el espectáculo, no
alcanzan a replantear orgánicamente al hombre, con sus
ideas acerca de la realidad, y su ubicación poética
en la realidad.
Pero considerar al teatro como una función psicológica
o moral de segunda mano y suponer que hasta los sueños tienen
sólo una función sustitutiva es disminuir la profunda
dimensión poética de los sueños del teatro.
Si el teatro es, como los sueños, sanguinario e inhumano,
manifiesta y planta inolvidablemente en nosotros, mucho más
allá, la idea de un conflicto perpetuo y de un espasmo donde
la vida se interrumpe continuamente, donde todo en la creación
se alza y actúa contra nuestra posición establecida,
perpetuando de modo concreto y actual las ideas metafísicas
de ciertas fábulas que por su misma atrocidad y energía
muestran su origen y su continuidad en principio esenciales.
Se advierte por lo tanto que ese lenguaje desnudo del teatro, lenguaje
no verbal sino real, debe permitir, próximo a los principios
que le trasmiten su energía, y mediante el empleo del magnetismo
nervioso del hombre, transgredir los límites ordinarios del
arte y de la palabra, y realizar secretamente, o sea mágicamente,
en términos verdaderos, una suerte de creación total
donde el hombre pueda recobrar su puesto entre el sueño y
los acontecimientos.
LOS
TEMAS
No queremos abrumar al público con preocupaciones cósmicas
trascendentes. Que haya claves profundas del pensamiento y de la
acción, que permitan una comprensión de todo el espectáculo,
no atañe en general al espectador, ni le interesa. Pero es
necesario que esas claves estén ahí, y eso sí
nos atañe.
EL ESPECTÁCULO. En todo espectáculo habrá un
elemento físico y objetivo, para todos perceptible. Gritos,
quejas, apariciones, sorpresas, efectos teatrales de toda especie,
belleza mágica de los ropajes tomados de ciertos modelos
rituales, esplendor de la luz, hermosura fascinante de las voces,
encanto de la armonía, raras notas musicales, colores de
los objetos, ritmo físico de los movimientos cuyo crescendo
o decrescendo armonizarán exactamente con la pulsación
de movimientos a todos familiares, apariciones concretas de objetos
nuevos y sorprendentes, máscaras, maniquíes de varios
metros de altura, repentinos cambios de luz, acción física
de la luz que despierta sensaciones de calor, frío, etcétera.
LA PUESTA EN ESCENA. El lenguaje típico del teatro tendrá
su centro en al puesta en escena, considerada no como simple grado
de refracción de un texto en escena, sino como el punto de
partida de toda creación teatral. Y en el empleo y manejo
de ese lenguaje se disolverá la antigua dualidad de autor
y director, reemplazados por una suerte de creador único,
al que incumbirá la doble responsabilidad del espectáculo
y la acción.
EL LENGUAJE DE LA ESCENA. No se trata de suprimir la palabra hablada,
sino de dar aproximadamente a las palabras la importancia que tienen
en los sueños.
Hay que encontrar además nuevos medios de anotar ese lenguaje,
ya sea en el orden de la transcripción musical, o en una
especie de lenguaje cifrado.
En cuanto a los objetivos ordinarios, e incluso al cuerpo humano,
elevados a la dignidad de signos, uno puede inspirarse, evidentemente,
en los caracteres jeroglíficos, no sólo para anotar
tales signos de una manera legible, de modo que sea fácil
reproducirlos, sino para componer es escena símbolos precisos
e inmediatamente legibles.
Por otra parte, este lenguaje cifrado y esta transcripción
musical serán valiosos medios de transcribir voces.
Como en este lenguaje es fundamental un empleo particular de las
entonaciones, éstas se ordenarán en una suerte de
equilibrio armónico, de deformación secundaria del
lenguaje que será posible reproducir a voluntad.
Asimismo, las diez mil y una expresiones del rostro reproducidas
en forma de máscaras podrán titularse y catalogarse,
de modo que participen directa y simbólicamente en el lenguaje
concreto de la escena, independientemente de su utilización
psicológica particular.
Además, esos gestos simbólicos, esas máscaras,
esas actitudes, esos movimientos individuales o de grupos, con innumerables
significados que son parte importante del lenguaje concreto del
teatro, gestos evocadores, actitudes emotivas o arbitrarias, excitadas
trituraciones de ritmos y sonidos, serán duplicadas, multiplicadas
por actitudes y gestos reflejos: la totalidad de los gestos impulsivos,
de las actitudes truncas, de los lapsus del espíritu y de
la lengua, medios que manifiestan lo que podríamos llamar
las impotencias de la palabra, y donde hay una prodigiosa riqueza
de expresiones a la que no dejaremos de recurrir oportunamente.
Hay ahí también una idea concreta d la música,
donde los sonidos intervienen como personajes, donde las armonías
se acoplan en parejas y se pierden en las intervenciones precisas
de las palabras.
De uno y otro medio de expresión se crean correspondencias
y gradaciones; y todo, hasta la luz, puede tener un sentido intelectual
determinado.
LOS
INSTRUMENTOS MUSICALES. Serán tratados como objetos y como
parte del decorado.
Por otra parte, la necesidad de actuar directa y profundamente sobre
la sensibilidad por intermedio de los órganos invita a la
búsqueda, desde el punto de vista de los sonidos, de cualidades
y vibraciones sonoras absolutamente nuevas (cualidades de que carecen
los instrumentos musicales actualmente en uso) y obliga a rehabilitar
instrumentos antiguos y olvidados, y a crear otros nuevos. Obliga,
asimismo, a buscar, fuera de la música, instrumentos y aparatos
basados en combinaciones metálicas especiales, o en aleaciones
nuevas, y capaces de alcanzar un nuevo diapasón de la octava,
producir sonidos o ruidos insoportables, lancinantes.
LA LUZ. LA ILUMINACIÓN. Los aparatos luminosos que hoy se
emplean en el teatro no son adecuados. Es necesario investigar la
particular acción de la luz sobre el espíritu, los
efectos de las vibraciones luminosas, junto con nuevos métodos
de expandir la luz, en napas, o en andanadas de flechas de fuego.
Hay que revisar del principio al fin la gama coloreada de los aparatos
actuales. Para obtener las cualidades de los tonos particulares
hay que introducir en la luz un elemento de tenuidad, de densidad,
de opacidad y sugerir así calor, frío, cólera,
miedo, etcétera.
LA VESTIMENTA. En cuanto concierne al ropaje, y sin ocurrírsenos
que pueda haber una vestimenta uniforme en el teatro, igual para
todas las obras, deberá evitarse en lo posible el ropaje
moderno, no a causa de una fetichista y supersticiosa reverencia
por lo antiguo, sino porque es absolutamente evidente que ciertos
ropajes milenarios, de empleo ritual -aunque en determinado momento
hayan sido de época- conservan una belleza y una apariencia
reveladoras, por su estricta relación con las tradiciones
de origen.
LA ESCENA. LA SALA. Suprimimos la escena y la sala y las reemplazamos
por un lugar único, sin tabiques ni obstáculos de
ninguna clase, y que será el teatro mismo de la acción.
Se restablecerá una comunicación directa entre el
espectador y el espectáculo, entre le actor y el espectador,
ya que el espectador, situado en el centro mismo de la acción,
se verá rodeado y atravesado por ella. Ese envolvimiento
tiene su origen en la configuración misma de la sala.
De modo que, abandonando las salas de teatro actuales, tomaremos
un cobertizo o una granja cualesquiera, que modificaremos según
los procedimientos que han culminado en la arquitectura de ciertas
iglesias, de ciertos lugares sagrados y de ciertos templos del Tíbet
Superior.
En el interior de esa construcción prevalecerán ciertas
proporciones de altura y profundidad. Cerrarán la sala cuatro
muros sin ningún adorno, y el público estará
sentado en medio de la sala, abajo, en sillas móviles, que
le permitirán seguir el espectáculo que se ofrezca
a su alrededor. En efecto, la ausencia de escena en el sentido ordinario
de la palabra invitará a la acción a desplegarse en
los cuatro ángulos de la sala. Se reservarán ciertos
lugares para los actores y la acción en los cuatro puntos
cardinales de la sala. Las escenas se interpretarán ante
muros encalonados, que absorberán la luz. Además,
en lo alto unas galerías seguirán el contorno de la
sala, como en ciertos cuadros primitivos. Tales galerías
permitirán que los actores, cada vez que la acción
lo requiera, se persigan de un punto a otro e la sala, y que la
acción se despliegue en todos los niveles y en todos los
sentidos de la perspectiva, en altura y profundidad. Un grito lanzado
en un extremo podrá transmitirse de boca en boca con amplificaciones
y modulaciones sucesivas hasta el otro extremo. La acción
desatará su ronda, extenderá su trayectoria de piso
en piso, de un punto a otro, los paroxismos estallarán de
pronto, arderán como incendios en diferentes sitios. Y el
carácter de verdadera ilusión del espectáculo,
tanto como la huella directa e inmediata de la acción sobre
el espectador, dejarán de ser palabras huecas. Pues esta
difusión de la acción por un espacio inmenso, obligará
a que la luz de una escena y las distintas luces de una representación
conmuevan tanto al público como a los personajes; y a las
distintas acciones simultáneas, a las distintas fases de
una acción idéntica (donde los personajes, unidos
como las abejas de un enjambre, soportarán todos los asaltos
de las situaciones y los asaltos exteriores de los elementos y de
la tempestad) corresponderán medios físicos que producirán
luz, truenos o viento, y cuyas repercusiones sacudirán al
espectador.
Sin embargo, ha de reservarse un emplazamiento central que sin servir
propiamente de escena, permita que el grueso de la acción
se concentre e intensifique cada vez que sea necesario.
LOS OBJETOS. LAS MÁSCARAS. LOS ACCESORIOS. Maniquíes,
máscaras enormes, objetos de proporciones singulares aparecerán
con la misma importancia que las imágenes verbales y subrayarán
el aspecto concreto de toda imagen y de toda expresión, y
como corolario todos los objetos que requieren habitualmente una
representación física estereotipada aparecerán
escamoteados o disfrazados.
EL DECORADO. No habrá decorado. Cumplirán esa función
personajes jeroglíficos, vestimentas rituales, maniquíes
de diez metros de altura que representarán la barba del Rey
Lear en la tempestad, instrumentos musicales grandes como hombres,
y objetos de forma y fines desconocidos.
LA ACTUALIDAD. Pero, se dirá, un teatro tan alejado de la
vida, de los hechos, de las preocupaciones actuales . . . De la
actualidad y de los acontecimientos, ¡sí! De las preocupaciones
en cuanto hay en ellas una profundidad reservada a unos pocos, ¡no!
En el Zohar, la historia de Rabbi Simeón que arde como un
fuego es tan inmediata como el fuego mismo.
LAS OBRAS. No interpretaremos piezas escritas, sino que ensayaremos
una puesta en escena directa en torno a temas, hechos, y obras conocidas.
La naturaleza y la disposición misma de la sala sugieren
el espectáculo y no podemos negarnos ningún tema,
por más vasto que sea.
ESPECTÁCULO. Hay que resucitar la idea de un espectáculo
integral. El problema es dar voz al espacio, alimentarlo y amueblarlo,
como minas metidas en una muralla blanca, que se transforma en géyseres
y ramilletes de piedras.
EL ACTOR. El actor es a la vez un elemento de primordial importancia,
pues de su eficaz interpretación depende el éxito
del espectáculo, y una especie d elemento pasivo y neutro,
ya que se le niega rigurosamente toda iniciativa personal. No existe
en este dominio, por otra parte, regla precisa; y entre el actor
al que se le pide una simple cualidad de sollozo y el que debe pronunciar
un discurso con todas sus personales cualidades de persuasión,
hay toda la distancia que separa a un hombre de un instrumento.
LA INTERPRETACIÓN. Será un espectáculo cifrado
de un extremo al otro, como un lenguaje. De tal manera, no se perderá
ningún movimiento, y todos los movimientos obedecerán
a un ritmo; y como los personajes serán sólo tipos,
los gestos, la fisonomía, el ropaje, aparecerán como
simples trazos de luz.
EL CINE. A la cruda visualización de lo que es, opone el
teatro por medio de la poesía imágenes de lo que no
es. Por otra parte, desde el punto de vista de la actuación
no es posible comparar una imagen cinematográfica con una
imagen teatral que obedece a todas las exigencias de la vida.
LA CRUELDAD. Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo,
no es posible el teatro. En nuestro presente estado de degeneración,
sólo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica
en el espíritu.
EL PÚBLICO. Es necesario ante todo que el teatro exista.
EL PROGRAMA. Pondremos en escena, sin cuidarnos del texto:
1. Una adaptación de una obra de la época de Shakespeare,
enteramente conforme con el estado actual de turbación de
los espíritus, ya se trate de una pieza apócrifa de
Shakespeare, como Arden of Feversham, o de cualquier otra de la
misma época.
2. Una pieza de libertad poética extrema, de León-Paul
Fargue.
3. Un extracto del Zohar: la historia del Rabbi Simeón, que
tiene siempre la violencia y la fuerza de una conflagración.
4. La historia de Barba Azul, reconstituida según los archivos
y con una idea nueva del erotismo y de la crueldad.
5. La caída de Jerusalén, según la Biblia y
la historia, con el color rojo sangre que mana de la ciudad y ese
sentimiento de abandono y pánico de las gentes, visible hasta
en la luz; y por otra parte las disputas metafísicas de los
profetas, la espantosa agitación intelectual que ellos crearon,
y que repercutió físicamente en el rey, el templo,
el populacho y los acontecimientos.
6. Un cuento del Marqués de Sade, donde se transponga el
erotismo, presentado alegóricamente como exteriorización
violenta de la crueldad y simulación del resto.
7. Uno o varios melodramas románticos donde lo inverosímil
será un elemento poético activo y concreto.
8. El Woyzeck de Büchner, como reacción contra nuestros
propios principios, y como ejemplo de lo que puede obtenerse escénicamente
de un texto preciso.
9. Obras del teatro isabelino, despojadas de su texto, y conservando
sólo el atavío de época, las situaciones, los
personajes y la acción. |